La naturaleza de esta discusión debe hacerse en dos vertientes: como libertad individual y como un problema de política pública.
Respecto a la libertad individual, al prohibir el consumo de droga estamos utilizando argumentos dogmáticos, moralistas y religiosos para prohibir una acción que es estrictamente de índole personal.
Así como un individuo decide tomar alcohol, fumar, ir al cine, profesar el catolicismo, o comprarse una motocicleta en vez de un automóvil, el consumo de drogas forma parte de una discusión económica; es decir, de oferta y demanda, en la que los juicios morales no interfieren.
Prohibir el consumo de drogas es tan absurdo como pretender que el estado impida la fabricación y venta de motocicletas, porque el índice de muertes en accidentes es prácticamente del 100% respecto a cualquier automóvil. Lo que se genera con la prohibición, al ser un negocio inagotable donde hay vendedores y compradores dispuestos, es un mercado negro que incrementa los costos de los consumidores y las ganancias de los vendedores.
Dicho de otra forma, la demanda de drogas es un mercado inelástico, como el de los combustibles. Si se incrementan los precios, la demanda se mantiene por que operan en mercados de bienes necesarios o básicos. Al incrementarse el precio de la gasolina, quizá usted decida no usar un vehículo V8, pero no dejará de usar automóvil. De la misma forma, los consumidores, al prohibirse o incrementar los controles y castigos sobre ciertas sustancias ilícitas, es probable que adquieran otras sustancias más baratas y de baja calidad, incrementándose los daños colaterales.
¿Qué es lo que sucede cuando las autoridades decretan un horario límite para vender alcohol?
Se genera un mercado negro en el que aparecen las ventanas clandestinas y aumentan los costos que sirven para comprar la protección de las autoridades. Lo dicho, es una fuente de recursos inagotable y una forma de vida para toda la cadena de producción-venta-consumo-protección de mercados negros.
Ahora bien, al tratar este asunto como un fenómeno de política pública, el estado debe intervenir considerando –primero- aspectos socio-demográficos, históricos y geográficos; concretar después, acciones en salud, prevención, justicia y legalidad; es decir, que genere un marco legal e institucional que nos brinde seguridad. No debe utilizar a la policía y al ejército y marina como guerra frontal porque lo que se produce es precisamente lo que estamos viviendo: muestras de poder cada vez más agresivas, contundentes y precisas de uno u otro lado. Y el estado y la fuerza pública no pueden luchar contra un enemigo que no es habitual y que está por todas partes. Que no tiene rostro.
De acuerdo a la estrategia actual de combate frontal los resultados son desastrosos. No sólo se están desperdiciando importantes recursos del estado al combate contra el narcotráfico, sino que se ha incrementado la inseguridad y el bienestar de la sociedad, y la economía de buena parte del país está deshecha; además, por si esto fuera poco, aparecen nuevas formas de violencia y delitos: secuestros, extorsiones, robo, venta de protección, cobro de derecho de plaza, entre otros.
• A la fecha, van 30,000 muertes asociadas directamente con el trafico de drogas; incluidos civiles y delincuentes.
• El presupuesto federal asociado directamente a la Policía Federal y al Ejército para el combate aumentó en 80% desde que se inició el sexenio. Se cuadruplicó. La rentabilidad social de estos recursos lejos de verse reflejada en nuestra economía, la han empeorado:
• Si el efecto de la crisis financiera de Estados Unidos hizo que nuestra economía retrocediera 6.5% en 2009, por efectos de la violencia e inseguridad, es probable que tardemos aún más en recuperar el terreno perdido.
• La inversión extranjera en zonas fronterizas prácticamente desapareció: Cayó a niveles de 1995: Tijuana, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, por citar solo tres ejemplos.
• El PIB asociado al turismo también cayó entre 2008 y 2010 un 8%. Existe un boletín internacional que nos mantiene con estatus de país violento.
• En términos de empleo, de acuerdo a estimaciones de Man Power (2009), hay 550 mil personas que subsisten del negocio de la droga. Amén de la corrupción. Ese número de empleos equivale a los que perdimos en empresas legalmente establecidas durante 2009.
La pregunta es: ¿Debemos discutir en México la legalización de las drogas? Mi respuesta es que sí es crucial discutirla, independientemente de lo que suceda en Estados Unidos.
Dos son los argumentos centrales. El primero es el enorme desperdicio de recursos públicos que se destinan al combate al narcotráfico, en una guerra que es imposible ganar. El segundo, que en mi opinión es el más importante, es el respeto a la libertad individual. Que individuos consuman drogas no genera un problema significativo que amerite su prohibición. Legalizar las drogas y utilizar los recursos públicos en programas educativos de prevención, sería más eficiente que lo que ahora se está haciendo.
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